Mostrando las entradas con la etiqueta Cuento Corto. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Cuento Corto. Mostrar todas las entradas

Juego Peligroso: Reflexiones

Juego Peligroso: Reflexiones


    Mis juegos nunca son peligrosos.

 Nunca arriesgué mi vida para nada. Siempre aposté sobre seguro. Jugué a no perder, y nunca gané. Jugué a no enfrentarme al peligro, y le di la espalda a la grandeza innumerables veces. No tiene sentido apostar si sabes de antemano que vas a ganar, eso no es apuesta: es sacar ventaja, y ya deja de ser un juego. Si juegas a no perder, nunca pones todas tus energías en ganar, de esa forma terminas siendo un segundón, o un mediocre. Y ni que hablar si nunca te enfrentas al peligro. Olvidas lo que es sentirse vivo, el sabor de comprender que no hay segundas oportunidades. Tarde aprendí esto en mi vida. Muy tarde. Y desde lo alto de mis pensamientos puedo lamentar no haber jugado nunca ningún juego peligroso. Ni siquiera ahora que estoy, en la cornisa de mi destino, al borde de este puente, con cincuenta metros de caída libre.

    Siempre apuesto sobre seguro.


El Incendio

El Incendio

(Call Center Gore Horror)




Todo comenzó como una cristalina gota de agua que se perdió entre la ´g´ y la ´h´ del teclado. Resultó evidente segundos después, que se habían trancado las cañerías de los baños del piso superior –una vez más–, ya que aquella gota cristalina comenzó a crecer seguidas de otras que poco a poco formaron una mancha ocre y pestilente. Así Mario Ibáñez se dio cuenta que ese iba a ser un día peor al resto.
Informó a Julián Pérez, su supervisor de campaña de ventas y con el mal carácter de siempre le gritó que secara él los fluidos. Al rato, un conserje le trajo un balde para que pusiera debajo de la nauseabunda gotera y Julián le dijo que corriera todo a un costado y dejara de perder más tiempo ya que no había lugar donde cambiarse. Así es que, se quedó como siempre, al final del pasillo, pero ésta vez, conteniendo las arcadas y limpiando su cubículo. Luego desplazó su teclado y monitor hacia la derecha pegado casi a la manguera de incendios. Se preguntó si en el caso de un incidente saldría agua de allí, y recordó cuando era pequeño y quería ser bombero. ¡Qué felices eran esos tiempos!
Paso de esta forma atendiendo reclamos tres cuartos de la mañana:
—Buenos días mi nombre es Mario Ibáñez gracias por comunicarse con su empresa de telefonía celular Evyl-Movil. ¿En qué puedo servirle?
¿¡ESCUCHAME BIEN PEDAZO DE HIJO DE MIL PUTA… POR QUE NO TENGO SERVICIO!? ME PASE TODA LA MAÑANA…
—Otro más. —Pensó y desconecto su cerebro volviendo a recordar lo lindo que sería ser bombero.
De pronto un compañero lo interrumpió. Era Trejo, vendiendo sus mini porciones de postres a precios de Puerto Madero. Un hippy​​ barbudo, abraza-árboles, pañuelito verde, remerita del Che con una medalla de Evita abrochada en el pecho, que le presumía a todos los hombres que veía. ¿Qué cree que diría si le digo que el Che odiaba a los putos y los fusilaba? Probablemente comenzaría a adoctrinar pelotudeces. Decidió que lo más sensato era decirle que no amablemente y se despachó pensando en cómo alguien podía ser populista para hablar y vestir pero capitalista cuando le toca vender para el mismo. ¿Existirían profesiones donde se pudiera ser feliz trabajando? No podía responderse esa pregunta. Simplemente siguió atendiendo.
Recibió un mensaje de su señora recordándole que el próximo domingo era su aniversario de bodas.
“Lo sé”. Respondió en un texto. “Hace dos meses que vengo trabajando todos los fines de semanas y que pedí permiso para nuestra fecha, amor”. Terminó el mensaje con varios corazones y flechas por Whatsapp y continuó atendiendo monótonamente.
—¡Mario no te distraigas y seguí atendiendo! —Le dijo desde el otro extremo de la hilera de computadoras Julián.
—¿Como hizo para verme, si lo tapa el extintor de incendios que está en la columna a la par de su silla? —Pensó en un segundo, mientras guardaba su teléfono y seguía atendiendo.
Al rato llegaron “las chicas”, siempre hablando de su vida sentimental: Algunas tenían vidas tan marchitas que hacían parecer al desierto de San Juan como un paraíso terrenal. Pero otras, abrumaban, de tan frondosos “prontuarios” con sus conquistas y trofeos. Su lenguaje era tan soez que a veces les costaba comprenderlas. Como así ellas a él. Ya que cuando Mario intentaba aportar alguna frase se quedaban mirándolo, conspicuas ignorantes. Cualquier mención a Keats, Hemingway, Borges o Cortázar era menospreciada. Si hasta debía explicar los chistes de Les Luthiers cosa que lo sacaba de las casillas.
De repente lo llamó su supervisor.
—Te dije que mejoraras el tiempo que hablas con el cliente. Y que pidieras siempre disculpas por todo. —dijo en voz alta con tono severo haciendo que todos escucharan su reprimenda. —¡Tu última llamada es una mierda! —dijo señalándolo con el dedo. Julián no era malo, a lo mejor había tenido un mal día. Su cabeza pelada brillaba y su delgadez no dejada de contrastar cuando se la media con su energía al hablar.
Mario intentó calmarlo:
—Lo hice, pero no quería disculpas. No quería ni escuchar la palabra disculpas ni nada parecido, venía escuchando lo mismo desde hacía ocho meses. Solo quería solución y entonces yo…
—Te seguís disculpando hasta que corte. —Lo interrumpió furioso—. Ya sabés el protocolo de memoria, ¿qué te pensás que sos? ¿Cómo se te ocurre compensarle tres meses?
—Eran ocho meses sin servicio, pensé que tres era un buen trato…
—¡Vos no pensás nada de nada sin mi permiso! —Mientras hablaba Mario veía su nuez de adán subir y bajar continuamente. Sus ojos estaban rojos, mas probablemente por la hierba que consumía que por la ira con la que lo atacaba—. Ahora vendrás a trabajar los fines de semana completos hasta nuevo aviso.
—Yo vengo pidiendo esta fecha desde hace dos meses. Vos sabes que importante es... —Intentó negociar Mario. Su voz era normal, y aunque su tono era suplicante y en su interior estaba ansioso de poder zanjar la cuestión, conservó la calma todo el tiempo—. Te trabajo el próximo feriado si quieres…
—No te preocupés que lo vas a trabajar igual, aunque no te corresponda. Así aprendés. —Sentenció como veredicto final.
En ese punto Mario desvió la mirada para no soltarle una palabrota y se quedó mirando el extintor de la columna. Recordó de nuevo su infancia y la felicidad de aquellos sueños inocentes. La simple pureza de soñar en ser un sencillo bombero. Ir en su rojo carro autobomba lleno de luces y sirenas a salvar vidas, tocando la campana, con largas mangueras enrolladas en los costados y todos los relojes de presión controlados y regulados en su valor correcto. Pensó en apagar incendios. Rojas llamas que hacían daño. Que quitaban vidas, que devoraban edificios. Aunque de pronto el rojo le pareció más bello. Incluso más cuando estaba desperdigado como pequeñas gotas sobre la pantalla de un monitor.
Se sorprendió un poco al ver tanto rojo sobre el escritorio de Julián, se preguntó porque aquel hermoso rojo extintor de incendios estaba en sus ensangrentadas manos. Se quedó observando la etiqueta que tenía los logos del ABC que tanto había aprendido de niño. La letra A es para combustibles sólidos. La B para líquidos combustibles o inflamables o gases. LA C para equipo eléctrico activo. Luego vio la etiqueta de papel que colgaba y se puso furioso.

El matafuegos


—¡Ésto (GOLPE) está vencido (GOLPE) desde hace más (GOLPE) de seis meses! —gritó mientras continuaba golpeando lo que quedaba de una cabeza mezclada con teclas, sangre, masa encefálica y trozos de piel de lo que antes fuera una ilustre cabeza pelada.
Cuando terminó puso el extintor con el mayor de los cuidados en su posición original y al mirarlo allí goteando sangre con un globo ocular pegado en uno de sus costados, se dio cuenta que estaba extrañamente feliz. Por primera vez en mucho tiempo.
Había apagado su primer incendio.




 

Antonio A. Galland
5/10/2019 18:18 hs

Hechizado

Hechizado



Hola mi vida, te buscaba para decirte que estoy firmemente convencido que tus ojos me embrujaron...

No pongas esa cara que un hechizo es cosa seria. Fíjate que el otro día me afeitaba frente al espejo y la espuma que cubría mi cara, como si de un virus se tratara y en progresión geométrica: cubrió todo el espejo y dibujó una mañana clara, donde tomé tu mano por primera vez y vi tus ojos, (¿habrá sido entonces?), —uno de esos verdes que pocas veces vemos, un verde-selva, con pintitas marrones casi en el exterior de las pupilas—. Me sumergí en ellos con la típica cara de pavote, mientras me retabas por algo (siempre de retabas por algo); y lo único que podía hacer yo, era mirarte y afirmar o negar con la cabeza hasta que apartabas tu vista de mí y en esos instantes debía ser rápido; así que entonces, cerraba los ojos, juntaba coraje y cuando percibirá que volvías la cabeza; mi boca sin necesidad de brújula encontraba tus labios. Pero sin abrir los ojos o sino otra vez me perdía.

Y como te iba diciendo, después de ver esto, de volver a ver mi cara semiafeitada y abrir y cerrar el espejo del botiquín del baño una y otra vez, me convencí que estoy embrujado. Más ahora que te fuiste e insistes en qué quieres conocer el mundo y patatín patatan y que “no sos vos, soy yo” y toda esa sarta de excusas que se supone me las crea y que me dijiste mientras me mirabas y yo seguía afirmando o negando con la cabeza como un autómata impedido de interrumpir y pedirte que te quedarás, que te necesitaba. Pero aquella vez te fuiste rápido y cuando cerré los ojos después que volteaste la cabeza sentí un portazo que rajó el vidrio de la ventana del living y me quebró por dentro.

Pero eso no fue lo malo lo peor es que tus ojos me persiguen, los veo en cualquier parte, en el agua del lavabo, en el vidrio del colectivo cuando se detiene la lluvia, en los autos que de noche se acercan a mi calle, en el vaso del café de las mañanas y entre las hojas del libro de ciencia ficción que leo antes de dormir.

La última vez fue el colmo: aparecieron justo delante de una señora que empujé distraído a la salida del supermercado, provocando que se le cayeran sus bolsas y me quedé como entonces: afirmando o negando como un pavote, mientras me retaban por cualquier cosa…


Antonio Alejandro Galland


Almas Rotas

Almas Rotas



de Antonio Alejandro Galland



   Ella estaba como la recordara: Ojos verdes, tez blanca, pelo negro, cachetes sonrosados; una muñeca, con rasgos de mujer adulta, pero delicada y casi perfecta. 
   —¡Camila! No has cambiado nada. —Se abrazaron. Él ocultó su ansiedad. Una marea de recuerdos encontrados lo bombardeó. 
   —¡Alfredo! A vos no te va tan mal…—Bromeó ella señalando su creciente estómago. Salió de aquel ensalmo cuando le presentaron a su marido. Y presentó a su esposa sin mostrar la sensación de asfixia contenida en su pecho. 
   Resumieron sus vidas en unas cuantas frases, se intercambiaron presentes como estaba previsto y tras unos minutos de charla se separaron: cada grupo a su mesa. La misma cortesía mostrada a cualquier compañero que celebraba los veinticinco años de graduados.
   Simuló lo mejor que pudo festejar viejas anécdotas; pero estaba en otra parte: En una tarde, cuando Camila lo invitó a pasear por el centro; dónde hablaron por primera vez sin chanzas o estudios de por medio y Alfredo se perdió por momento en sus ojos verdes, dudando y derretido por dentro sin creerse con derecho a decirle sus sentimientos. “Ella ya tiene novio, debo ser un caballero”.
   —¿Te pasa algo, amor? ¿Te noto mal? Vos que organizaste la reunión, me apena que no la disfrutes... —Preguntó su esposa sacándolo de sus recuerdos.
   —Ese Matías y su grupo que se llevaron parte del crédito… —Una verdad sirvió para ocultar otra. 
   Aparentó cambiar de humor; bailó y bromeó hasta el final de la fiesta. 
   A la salida, la llovizna nocturna llegaba a su fin. Amanecía. Y mientras cruzaba la calle, sin esperarlo, la vio: Contorneada por las luces del alba, doblando la esquina, alejándose para siempre.
Sintió el dolor de una puerta que se cierra, quiso llamarla, gritarle que la amaba, arrancarse el corazón… pero ambos tenían otras vidas.
   —¡Qué pelotudo! — Se le escapó en voz alta. Su esposa lo miró interrogante y el soltó por respuesta que se olvidó dar la dirección y el teléfono a un ex compañero. 
   Subieron al coche y se marcharon. 
   El, no no pudo ver cómo Camila tiraba en algunos escombros, una tarjeta cuyo contenido más importante quizá fueran las últimas palabras escritas de puño y letra: “Alfredo. Siempre te Amaré. Camila”.



Lo más nuevo

Flor Deshojada - Audio Poema levemente explicito